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sábado, 4 de agosto de 2012

El Desertor de Jose Maria Merino









José María Merino. Fuente de la imagen







“El cuento, la narración, la ficción,
es fundamental para hacernos con el mundo. En definitiva es el símbolo; los
seres humanos nos hemos apropiado del mundo a través de los símbolos. Cuando
prevalecen los malos símbolos, en el nombre de los cuales la gente mata a su
prójimo, horrible. Pero todo, los cuentos, las ficciones, las historias, están
hechos de elementos simbólicos. Si los seres humanos perdiésemos los símbolos,
volveríamos al mono. Yo creo que el símbolo y la ficción, las palabras, son las
que nos han hecho Homo sapiens. Si perdemos las palabras, perdemos
nuestra condición, de eso estoy convencido”.






J.M.M








EL
DESERTOR


José
María Merino (España, 1941)


El amor es algo muy
especial. Por eso, cuando vio la sombra junto a la puerta, a la claridad de la
luna que, precisamente por su escasa luz, le daba una apariencia de gran borrón
plano y ominoso, no tuvo ningún miedo. Supo que él había regresado a casa. La
suavidad de la noche de San Juan, el cielo diáfano, el olor fresco de la
hierba, el rumor del agua, el canto de los ruiseñores, acompasaban de pronto lo
más benéfico de su naturaleza a la presencia recobrada.


La vida conyugal había
durado apenas cinco meses cuando estalló la guerra. Le reclamaron, y ella fue
conociendo entre líneas, en aquellas cartas breves y llenas de tachaduras, las
vicisitudes del frente. Pero las cartas, que al principio hacían referencia,
aunque confusa, a los sucesos y a los parajes, fueron ciñéndose cada vez más a
la crónica simple de la nostalgia, de los deseos de regreso. Venían ya sin
tachaduras y estaban saturadas de una añoranza tan descarnadamente relatada,
que a ella le hacían llorar siempre que las leía.


Entonces no estaba tan
sola. En la casa vivía todavía la madre de él, y la vieja, aunque muy enferma,
le acompañaba con su simple presencia, ocupada en menudos trajines, o en
charlas cotidianas y en los comentarios sobre las cartas de él, y las oscuras
noticias de la guerra. Al año, murió. Se quedó muerta en el mismo escaño de la
cocina, con un racimo en el regazo y una uva entre los dedos de la mano
derecha. Ella supo luego por otra carta de él que, cuando le llegó la noticia
de la muerte de su madre, los jefes ya no consideraron procedente ningún
permiso, puesto que la inhumación estaba consumada hacía tiempo.


Quedó entonces sola en
casa, silenciosa la mayor parte del día -excepto cuando se acercaba a donde su
hermana para alguna breve charla- en un pueblo también silencioso, del que
faltaban los mozos y los casados jóvenes, y que vivía esa ausencia con ánimo
pasmado.


Se absorbía en las
faenas con una poderosa voluntad de olvido. Así, con minuciosa rigidez de
horario, cumplía las labores cotidianas de la limpieza y la cocina, del
lavadero y de las cuadras, y el calendario sucesivo de los trabajos del campo,
segando y trasladando la hierba, escardando las legumbres y cavando los
frutales, majando el centeno. Abstraída en la tarea del momento, que acaso le
exigía, con el esfuerzo físico, un ritmo especial, llegaba a pensar la ausencia
de él como una nebulosa ensoñación no del todo real, de la que saldría en algún
inmediato despertar.


Pero el tiempo iba
pasando y la guerra no terminaba. Ella no sabía muy bien los motivos de la
guerra. Desde el púlpito, el cura les hablaba del enemigo como de un mal
diabólico y temible, infecciosos como una plaga. Al cabo, ya la guerra y el
enemigo dejaron de ofrecer una referencia real, y era como si el esfuerzo
bélico tuviese como objeto la defensa a ultranza frente a la invasión de unos
seres monstruosos, venidos de algún país lejano y mortífero. Hasta tal punto
que, en cierta ocasión, cuando atravesó el pueblo un convoy con prisioneros y
los vecinos salieron a verles con acuciante curiosidad, una mujerona manifestó
en su pintoresca exclamación, la decepcionante sorpresa de comprobar que los
enemigos no mostraban el aspecto que las diatribas del cura y otras noticias
les habían hecho imaginar:


-¡No tienen rabo!


No tenían rabo, ni
pezuñas, ni cuernos. Eran hombres. Tristes, oscuros, vestidos con capotes
sucios, con chaquetas raídas. Sobre las cabezas peladas, llevaban pasamontañas
y gorrillas cuarteleras. Casi todos tenían la barba crecida en los rostros
flacos, aunque también se veían barbilampiñas de algunos mozalbetes.


A ella, de pronto, la
visión de aquellos soldados maltrechos le trajo a la mente la imaginación de su
propio marido, acaso en esos momentos, también acarreado en algún camión
embarrado, encogido bajo un pardo capote. Hasta creyó reconocer en varios
rostros el rostro querido, sumida en una súbita confusión que la llenó de
angustia.


Pasó el tiempo. Otro
año. El pueblo siguió perdiendo gente y, al fin, sólo quedaron los niños, las
mujeres y los viejos. Las veladas habían dejado de ser ocasión alegre de contar
fábulas y recordar sucesos, y eran ya solamente motivo de rezos. Rosarios y
letanías, novenas y misas, ocupaban las horas de la comunicación colectiva.


Cuando llegó aquel San
Juan, ya ni creían recordar el tiempo en que los mozos, con su rey, encendían
la gran hoguera tradicional en lo alto del cerro. Fueron los niños los que
suscitaron la memoria de la antigua fiesta, haciendo un gran fuego en la plaza.
El fuego atrajo a la gente, que fue reuniéndose en torno a él. Era una noche
clara, cálida, sin una pizca de viento.


Los niños gritaban
alrededor del fuego, en el límite del caluroso reverbero. Los mayores
recordaron otras noches de San Juan, a sus mozos llenándolas de algarabía y
desorden. Lo que, cuando estaban los mozos, se aceptaba con esa obligada mezcla
de indulgencia y malhumor que traía la sumisión a un rito inevitable, aquella
noche se añoraba como una parte amputada de su vida.


Porque aquel año, como
el pasado, no habría necesidad de vigilar los huevos, las matanzas, los
hervidores. Nadie llegaría sigiloso en la noche para hurtarlos. Y tampoco nadie
borraría las sendas ni profanaría el rescoldo de los hogares.


El pueblo se había
quedado sin mocedad, y el aliento dulce de la noche le daba a aquella
evidencia, más dolorosa aún por las circunstancias que la motivaban, una
particular melancolía.


Cuando la hoguera se
extinguió, el encuentro improvisado se deshizo. Ella pasó por casa de su
hermana, saludó rápidamente a la familia y se fue a su propia casa. Entonces
vio la sombra junto a la puerta y, reconociéndole al instante, echó a correr y
le abrazó con todas sus fuerzas.


Había cambiado. Estaba
más flaco, más pálido, y en sus gestos había adquirido una especie de reflexiva
demora. Supo que había desertado. Herido por la metralla de una granada, había
ingresado en el hospital. Cuando estuvo curado y repuesto, decidió escapar y
volver a casa. Fue una huida penosa, que duró semanas. Pero allí estaba ya,
silencioso y sonriente.


Era preciso el sigilo
más completo. Ella disimuló su alegría y continuó haciendo la vida de
costumbre. Él permanecía oculto en algún lugar de la casa durante las horas de
luz. Por la noche, cuando la oscuridad lo tapaba todo, salían a la huerta y se
sentaban uno junto al otro, sintiendo latir las estrellas parpadeantes, el río
que murmuraba, los pájaros que se reclamaban entre las enramadas invisibles.


Recuperó en sus brazos
el sabor de aquellos primeros tiempos de matrimonio, y la congoja de los besos
y los abrazos definitivos. Y como el amor es algo muy especial, todos los
problemas -la guerra, su esfuerzo solitario que debía multiplicarse en tantas
tareas, los complicados trueques para conseguir todo lo necesario para una
regular subsistencia- pasaron a una consideración muy secundaria.


Su única preocupación
era que él no fuese descubierto. Una tarde, cuando regresaba con unas cargas de
leña, encontró a los guardias en su casa. Portadores de la denuncia que produjo
la deserción -cuyo propósito había sido al parecer anunciado entre las
pesadillas febriles del hospital- los guardias registraron la casa. Y aunque no
fueron capaces de encontrarlo, aquella visita inesperada la colmó de angustia,
al pensar que podían sorprenderle algún día y llevárselo otra vez, para
castigar acaso su huida con la muerte.


Así, entre las dulzuras
de tenerlo en casa y los sobresaltos de sus temores, fue transcurriendo el verano.
A veces se ponía a cantar, sin darse cuenta, y en el pueblo callado y mohíno su
actitud era acogida con sorpresa desconcertada.


Sin embargo, un extraño
sentimiento le hacía desvelarse en mitad de la noche y, a pesar de sentir el
cuerpo de él a su lado, cruzaba su imaginación un tropel desordenado de miedos
sombríos, como si el futuro estuviera ya marcado y se cumpliesen en él toda
clase de augurios desfavorables.


El mismo día que
empezaba septiembre, cuando despertó, no estaba junto a ella. Era un día gris,
oloroso a humedad. Lo buscó en la casa, en el corral, pero no pudo hallarle.
Aquella ausencia, que le devolvía la imagen de la larga soledad, suscitó en
ella una intuición temerosa.


A la hora de ángelus
vio acercarse a los guardias. Se había puesto a llover con más fuerza y tenían
los capotes de hule cubiertos de agua.


Lo habían encontrado.
Estaba en lo alto del cerro, entre las peñas, con los miembros estirados para
asomar lo más posible la cabeza en dirección al pueblo. Sin duda la herida se
le había vuelto a abrir en el largo camino de la huida. El cuerpo estaba reseco
como una muda de culebra. Los guardias decían que llevaría muerto, por lo
menos, desde San Juan.


Cuentos del reino secreto, Madrid,
Alfaguara, 1982, págs. 81-85.

Los ojos culpables

“En el nombre de Allàh, el clemente, el misericordioso. Que las leyendas de los antiguos sean una lección para los modernos, a fin de que el hombre aprenda en los sucesos que ocurren a otros que no son él”.

Palabras introductorias de algunas ediciones de Las mil y una noches


LOS OJOS CULPABLES
Cuento-apólogo árabe
Cuentan que un hombre compró a una muchacha por cuatro mil denarios. Un día la miró y se echó a llorar. La muchacha le preguntó por qué lloraba; él respondió:
-Tienes tan bellos los ojos, que me olvido de adorar a Dios.
Cuando quedó sola, la muchacha se arrancó los ojos. Al verla en ese estado, el hombre se afligió y le dijo:
-¿Por qué te has maltratado así? Has disminuido tu valor.
Ella respondió:
-No quiero que haya nada en mí que te aparte de adorar a Dios.
A la noche, el hombre oyó en sueños una voz que le decía: «La muchacha disminuyó su valor para ti, pero la aumentó para nosotros y te la hemos tomado». Al despertar, encontró cuatro mil denarios bajo la almohada. La muchacha estaba muerta.


Ah´med ech Chiruani, H´adiquat el Afrah

Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, Cuentos breves y extraordinarios (1957), Barcelona, Losada, 2004, pág. 70

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