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viernes, 10 de junio de 2011

Aquel juguete olvidado

Se tienen convincentes explicaciones sobre la presencia, en el mundo de los juguetes, de los osos de trapo o de peluche, los perros de goma, los caballos de madera y otros animales para jugar. Cada uno de ellos responde a una función afectiva que ya ha sido bien ilustrada. El niño que se acuesta con su oso de trapo o de peluche, está en su perfecto derecho de ignorar por qué lo hace. Nosotros lo sabemos, más o menos. Él le procura aquel calor y aquella protección que el padre y la madre no pueden asegurarle, en aquel momento, con su contacto físico. El caballito-balancín tiene que ver con la atracción por la caballería, y de alguna manera, al menos antiguamente, con la orientación hacia la vida militar.

 Pero, tal vez, para explicar satisfactoriamente la relación entre el niño y el animalito de juguete, hace falta ir mucho más atrás. Hasta los tiempos lejanos en que el hombre domesticó los primeros animales, y aparecieron, en torno al refugio de la tribu familiar, los primeros cachorros que crecieron en la compañía de los niños. Más atrás aún, en las profundidades del totemismo, cuando no sólo el niño, sino toda la familia y la tribu entera, tenían un animal protector y benefactor, que consideraban como su antepasado y del que tomaban el nombre.

La primera relación con los animales fue de naturaleza mágica. Que el niño, durante su desarrollo, pueda revivir esta fase, es una teoría que, aunque actualmente rechazada, en su tiempo fascinó a no pocos estudiosos. Aun así, el osito de peluche tiene algo de tótem, las regiones en que habita limitan con los mitos, que no son una creación arbitraria de la fantasía, sino, por el contrario, formas de aproximación a la realidad.
El niño, transformado en adulto, se olvidará de su osito de trapo. Pero no del todo. El paciente animal continuará existiendo en su interior, como si reposase en un lecho acogedor, y un buen día, inesperadamente, reaparecerá en su vida, irreconocible para una mirada superficial...

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