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sábado, 11 de junio de 2011

Guillermo De Okham en el exorcista

Kinderman cambió su peso de un pie a otro. El amor de Dios ardía con un calor oscuro y vivo, pero no daba ninguna luz. ¿Habría sombras en Su naturaleza? ¿Era Él brillante y sensible, pero torcido? Después de todo lo dicho y hecho, ¿estaba la respuesta a lo que había dejado de ser misterio en que Dios era realmente Leopold y Loeb? ¿O sería quizá que estaba más cerca de ser un putz de lo que nadie había imaginado ahora, un ser de asombroso pero limitado poder? El detective se imaginó un dios semejante alegando ante un tribunal: «Culpable con una explicación, su Señoría.» La teoría tenía atractivo. Era racional y obvia, y, ciertamente, la más sencilla que se acomodaba a todos los hechos. Pero Kinderman la rechazó de inmediato y subordinó la lógica a su intuición, tal como hacía en tantos de sus casos de homicidio.
—Yo no vine a este mundo para vender a Guillermo de Occamm de puerta en puerta —se le había oído decir a menudo a colegas confundidos, e incluso, en una ocasión, a una computadora—. Mi presentimiento, mi opinión —solía decir.
Y ahora sentía de ese modo respecto al problema de la maldad. Algo murmuraba en su alma que la verdad era confusa y relacionada de algún modo con el Pecado Original; pero sólo por analogía y vagamente.
Algo era distinto. El detective alzó la mirada. Los motores del buque-draga se habían parado. Y también los chillidos de la mujer. En medio del silencio Kinderman oyó los embates del agua en el muelle. Se volvió y encontró la mirada paciente de Stedman.
—Primer punto, no podemos  seguir encontrándonos de este modo. Punto dos, ¿has intentado alguna vez meter el dedo en una sartén al rojo vivo manteniéndolo allí un rato? —No, no lo he hecho.
—Yo lo he intentado. Es imposible. Duele demasiado. Uno lee en los periódicos que alguien murió en el incendio de un hotel. «Treinta y dos personas perdidas en el incendio del "Mayflower"», dice el periódico. Pero uno nunca llega a saber realmente lo que eso significa. Uno no puede apreciarlo, no puede imaginarlo. Pon un dedo en la sartén y entonces lo sabrás.
Stedman asintió en silencio. Los párpados de Kinderman cayeron y después miró fija y tristemente al patólogo. Mírale —pensó—; cree que estoy loco. Es imposible hablar de cosas como ésta. —¿Hay algo más, teniente?
Sí. Shadrack, Meshack y Abednego. «Y entonces el rey, estando enojado, ordenó traer sartenes y calderos de bronce para calentarlos; y ordenó que cortasen la lengua de aquel que había hablado el primero, y habiéndole arrancado la piel de la cabeza, que también le cercenaran las manos y los pies. Y ahora le ordenó, pues seguía aún con vida, que fuese traído junto al fuego y se le friera en la sartén.»

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